Arbolito y mainframe
Les comparto otro cuentito que escribí. En muchos bancos se siguen usando mainframes de la década de 1970. ¿Qué tiene que ver eso con un radio reloj o con un arbolito de navidad? Quería publicar un cuento navideño; no tengo ninguno. Pero este por lo menos tiene un arbolito. Vayan decepcionándose desde ahora. O leánlo, que capaz que les guste.
Arbolito y mainframe
—Qué raro —pensó Brandon.
Estaba seguro de que el interruptor de la luz de la cocina prendía hacia la derecha. Son esas cosas que uno sabe, no con el cerebro sino con algún músculo. El acto inconciente de prender la luz, repetido varias veces al día, se había grabado en la memoria de sus dedos. Volvió a constatar: prende hacia la izquierda, apaga hacia la derecha. No era una de esas luces que se accionan desde dos interruptores distintos; y él, o mejor dicho sus dedos, sabían que hasta ayer encendía exactamente al revés.
Brandon Burgos se ganaba la vida gracias a COBOL, un arcaico lenguaje de programación que había decidido aprender a sus 22 años, para incredulidad de sus colegas programadores. Apenas se le hizo evidente que su paso por la carrera de Ingeniería en Sistemas traería menos logros que frustraciones, se inscribió. A la salida del curso de COBOL, lo esperaba un oscuro pero crucial puesto laboral en el banco, para atender el software de la década de 1970 que seguía siendo la base de las operaciones de la entidad (el core bancario, lo llamaban). Los integrantes de su equipo trabajaban juntos desde hacía décadas; entre sus nuevos compañeros, la persona más cercana era Alicia, de 68 años, que había empezado perforando tarjetas en aquella prehistoria digital, y que intentaba (con mucha dulzura y con poco éxito) disimular su mente brillante, resabio de una época en la que estaba mal visto que una mujer fuera más inteligente que sus colegas. Ella era la encargada de entrenar a Brandon para sus nuevas funciones. El resto del equipo eran tres varones de entre 60 y 70 años que ni siquiera se molestaron en saludarlo el día en que llegó. Supo que, más temprano que tarde, estaría a cargo del vetusto mainframe del banco, no tanto por sus potenciales méritos sino porque la jubilación pronto alejaría de los teclados al peculiar equipo.
Ese domingo en el almuerzo familiar, el incidente del interruptor de luz, que él mismo contó como una curiosidad risueña, había sido desestimado por su familia. Su hermano Julián, 10 años mayor que él, era administrativo en el mismo banco, pero en otro departamento y otra sucursal. Cambiando de tema, le preguntó si se podía usar herramientas de Inteligencia Artificial para trabajar con COBOL. Brandon respondió que sí, y entonces Julián volvió inesperadamente al asunto: —Ese trabajo nuevo te da mucho estrés, y alucinás giladas, como la IA esa, —le dijo con un gesto de complicidad. Después el tema de conversación pasó a cuestiones políticas, y ya no volvieron a tocar el tema.
Al volver a su casa prendió la luz, y volvió a notar que otro interruptor, esta vez el de su pieza, encendía al revés. “A lo mejor cambiaron de fase la conexión del medidor”, pensó con rigurosa ignorancia en asuntos de electricidad; con esa creatividad que suele surgir cuando no queremos reconocer que no sabemos lo que pasa.
El lunes se quedó dormido. Salió disparando para el banco, sin siquiera desayunar. Al regresar esa tarde, notó que el horno microondas de la cocina mostraba la hora en color naranja. Por un momento tuvo la certeza de que hasta el día anterior, el display era verde. Después dudó, nunca le había prestado demasiada atención al asunto, y desestimó su sospecha.
Se dispuso a ordenar un poco, pero antes abrió la app de música en su celular; y luego activó el bluetooth para conectar al parlante que tenía colgado en la pared. “Pairing”, anunció el aparato para indicar que buscaba un dispositivo. Cuando finalmente se conectó a su celular, anunció “Linked”, antes de dar lugar a la voz del Indio Solari. ¿Linked? La perplejidad no dio lugar a ningún otro sentimiento: hasta ayer, el parlante decía connected, no linked. Acá no había sospechas: era una certeza. No lo soñé…, repetía el cantor en su pegajoso estribillo, y él se obligó a imputar este detalle a la casualidad. Se preguntó cómo había podido actualizarse el firmware del parlante, siendo que el dispositivo no tenía conexión wifi.
Esa semana, todos sus artefactos con software cambiaron. Cambios pequeños, que no impedían su funcionalidad habitual. Iconos fuera de lugar en su teléfono y computadora, el SmartTV con otra imagen al arrancar, y un largo etcétera. “Estos cachivaches se actualizan todo el tiempo, y ni te avisan”, pensó, más inquieto que nunca. Sentía una extraña satisfacción al utilizar palabras anacrónicas, como “cachivache”, aunque rara vez las decía en voz alta: eran un vocabulario exclusivo de su diálogo interno.
Usó un buscador para indagar si un cambio de fase en la conexión de la casa podía provocar que los interruptores cambien de lado. La previsible respuesta de que no era así lo desestabilizó aún más.
La tarde de diciembre era calurosa. Al prender el ventilador de techo, notó que la posición más cercana al apagado era la velocidad lenta, y que había que continuar girando la perilla para acelerar las aspas. Otra certeza. Sabía que el ventilador tenía la máxima velocidad al lado del “OFF”. Lo que él recordaba venía además reforzado por la lógica más elmental del diseño industrial: uno lo enciende a toda máquina, y una vez que el motor hubo vencido la inercia del arranque; puede seguir girando la perilla para desacelerarlo. Y no al revés.
“Lo que tiene software, puede ser. Pero lo del microondas, la luz y el ventilador no se explica. Voy a hacer la denuncia”, pensó. Un segundo después, imaginó la expresión del sumariante al escuchar su relato. “Algo voy a hacer, sin ninguna denuncia”, se corrigió. Tenía la costumbre de volver a expresar mentalmente sus pensamientos ante un cambio de opinión.
Esa noche no durmió, seguía mirando el techo cuando sonó la alarma del radio-reloj. Técnicamente, el radio-reloj era de su padre. Nunca se lo había regalado, porque era regalo de bodas que a su vez le había hecho no sé quién, pero Brandon lo venía usando desde el comienzo de la escuela técnica. Cuando dejó la casa familiar, lo metió en una de las cajas sin más trámite. El aparato sonó, pero él detectó de inmediato que no era el sonido que odió prolijamente todas las mañanas desde los 13 años. Este ruido era casi tan horrible como el original. Parecido, pero distinto.
Llegó al banco muy afectado por la falta de sueño. No era la primera vez que pasaba de largo un jueves a la noche, pero siempre había sido por voluntad propia. Brandon Burgos se dio cuenta de que había conocido el insomnio del que tanto se habla, y de que no estaba bueno. Alicia lo notó enseguida.
—Buen día, Burgos, me voy a hacer un café, ¿le preparo? —Le preguntó.
Podía ser maternal y tratarlo de usted al mismo tiempo. Las pocas veces que sus compañeros varones lo registraban, elegían un “¿Qué hacés, pibe?”, a mitad de camino entre el saludo y el reproche.
Habían agendado que ese viernes ella le iba a presentar un módulo particularmente complejo. Pensó en pedirle que lo dejaran para otro día, pero resolvió demostrar profesionalismo e hizo su mejor esfuerzo para escuchar la explicación. Lo infructuoso de su esmero se hizo evidente quince minutos después.
—Mire, Burgos, no quiero ser entrometida, pero es obvio que a usted le pasa algo —sonrió. —Si puedo ser útil de alguna manera, por favor me lo dice. Ahora tengo que atender un pedido del área de bases de datos, usted dirá si a mi regreso retomamos esto —dijo Alicia, señalando la pantalla con un movimiento de su rostro.
Había hablado bajito, como para que nadie escuchara. Él agradeció el gesto, sabía que la urgencia de la otra tarea no era más que una excusa para no dejarlo en evidencia, aunque probablemente nadie más le prestaba atención.
Se dio cuenta de que su intención de mostrarse eficiente y profesional iba a ser muy difícil de sostener. Al mismo tiempo, decidió no mencionar el motivo de su angustia, temeroso de que lo tomaran de punto. No Alicia, a quien consideraba incapaz de incurrir en una conducta tan miserable, pero sí el resto… Ser “el loco del radio reloj” no le hacía ninguna gracia. Ella se hacía esperar, y cuando finalmente llegó, vio a Brandon solo en la oficina, con los ojos llenos de lágrimas. Inesperadamente, le puso una mano en el hombro.
—¿Qué le anda pasando, m’hijito? —dijo con una ternura que otra vez prescindía del “vos”. Abandonando todo reparo, él le contó su historia, sin omitir detalle.
La expresión de Alicia emanaba una distante pero sincera comprensión al comenzar a oír la historia. Si Brandon la hubiera mirado durante su relato, habría notado cómo su rostro mutaba hacia un estado de alarma. Cuando terminó, le dijo apenas:
—“Vaya nomás, y descanse. Nos vemos el lunes”.
Cualquiera habría confundido el llanto reciente con otro malestar, así que no despertó sospechas al salir. Cuando llegó a su casa, se desplomó en la cama y se durmió.
Cuando abrió los ojos, vio que el radio reloj indicaba “18:15”. Sabía que hasta ayer habría mostrado “6:15pm”, pero estaba demasiado desconcertado como para saber qué día y hora era. Lentamente los últimos sucesos se reordenaron en su mente. Cuando la persona que estaba en la puerta volvió a llamar, esta vez de un modo cercano a la prepotencia, se dio cuenta de que había sido despertado por el timbre, que rara vez sonaba. Miró su celular para ver si alguien había avisado que llegaría. Le costó encontrar el icono de la app de mensajería, finalmente vio que no le habían escrito. “Debe ser algo grave, nadie llega sin avisar hoy en día”, pensó para sí. “Y los mormones son insistentes, pero no tanto”. Buscó su ropa, pero se dio cuenta de que se había dormido vestido. Lamentó haber arrugado su atuendo laboral, cuando recordó que probablemente no le haría falta ir al banco el lunes. “El que llama debe ser el cartero, por lo del telegrama de despido”, pensó.
Salió a atender y tardó en reconocer a Alicia, vestida con jean y zapatillas, y con el pelo atado. —Buenas, —le dijo ella. —Mostráme.
Brandon se defendió, indicando que, a ojos de quien llegara por primera vez, no había nada anormal. Los interruptores de luz prenden para un lado o para otro, pero no cambian, subrayó. —Vos mostráme —dijo, y él cayó en la cuenta de que lo estaba tratando de vos por primera vez.
Resignado a su suerte, organizó una visita guiada por los artefactos de su casa. —Decía connected, —precisó él luego de que volviera a sonar linked en su parlante. Finalizado el catálogo de pequeñas anormalidades, se sentó y suspiró. Alicia comenzó a preguntar prolijamente por todos los artefactos (“¿la heladera?”, “¿tenés tostadora?”, etc).
Brandon contestó el interrogatorio al que lo sometía su compañera de trabajo, cuando cayó en la cuenta de que probablemente debía pensar en ella como ex-compañera. Esa certeza acrecentó su convicción de que ya no tenía nada que perder, y fue tan sincero como minucioso en cada respuesta. Ninguno de los hechos relatados parecía satisfacerla, así que seguía recorriendo la casa en busca de algo más.
Finalmente, se detuvo en seco frente al árbol de navidad, que estaba en un rincón.
—¿Y eso?, preguntó Alicia.
—Me lo regaló mi mamá, porque venían las fiestas… —comenzó a justificarse, como si tener un arbolito así fuera un crimen. No lo era, porque el mal gusto no estaba legalmente penado todavía.
—¿Pero eso anda?, —repreguntó.
—Ya lo enchufo.
El arbolito se iluminó con una tira de luces chillonas, algunas verdes, otras rojas y otras blancas. Desde luego, algunas ya se habían quemado. —Desenchufá y volvé a enchufar —dijo Alicia. Él obedeció. —Ahí está —concluyó ella.
Brandon notó que el color de las luces cambiaba. Es decir, si antes la primera había sido roja,y la segunda verde y etcétera, ahora la primera era blanca y la segunda roja, y etcétera.
—Claro, no me había dado cuenta. Es que lo prendo si viene alguien, nomás. Y como casi nunca viene nadie… —se disculpó. —Esto también cambia, como el parlante y las luces. Pero a esto vos… usted lo vio cambiar.
Se le iluminó la cara: las luces del árbol probaban su punto ante alguien más.
—No es que no te creyera, Burgos, es que estaba buscando el patrón.
—¿Qué patrón?
—Todos los cambios que notaste no son más que alarmas para indicar el mensaje entrante. Por lo visto, te alarmaron bastante. Pero faltaba encontrar el mensaje en sí, y acá está. —dijo Alicia señalando el árbol con las palmas hacia arriba.
—Más datos, —dijo él, buscando complicidad al usar la muletilla de la oficina. Cada vez que alguien reportaba un error de manera demasiado genérica, contestaban el mail únicamente con esas dos palabras. Por algo ninguno tenía muchos amigos en el banco.
—Lo del interruptor de luz, o lo del microondas, no significa nada, es como si fuera un grito. Pero acá puede haber un mensaje. Mirá, nosotros escribimos los números con 10 símbolos, del 0 al 9. Está el sistema binario, que usa dos símbolos, 0 y 1, el octal que usa 8 símbolos: 0, 1, 2, 3,…
—Dejé la facultad, pero hasta ahí llegué. Si repaso un poco, puedo entender los sistemas de numeración. ¿Qué tiene que ver eso con mi radio reloj?
—Las lucecitas horrendas esas tienen 3 colores: rojo, verde y blanco. O sea que tenemos un sistema de 3 símbolos.
—O apagado —dijo Brandon. —acordáte… acuérdese de que a veces hay luces que no prenden. Son 4 colores: apagado, rojo, verde y blanco: 0, 1, 2 y 3. Es un sistema con 4 símbolos.
—Cuatro símbolos, 2 al cuadrado. Una potencia de dos. Tiene sentido. Sos rápido vos, ¿eh?
Se ruborizó ante el inesperado halago. Ella continuó:
—Bueno, convengamos que son 4 símbolos: apagado, rojo, verde y blanco. Representando 00, 01, 10 y 11, todos los pares posibles de ceros y unos. Ahí tenés. Cada una de esas lucecitas de mierda son dos dígitos binarios.
La palabra mierda en boca de Alicia era paralizante. La gente que mejor insulta es la que nunca dice malas palabras. Porque cuando las dice, se nota. Brandon se repuso de la sorpresa, y prosiguió:
—OK, muy lindo el enigma. ¿Qué significa el famoso mensaje? Y sobre todo, ¿quién se supone que lo manda?
—Ni idea. Nosotros nos ocupamos de anotar los números y luego ponerlos en el código.
—¿Quiénes serían “nosotros”? —preguntó él.
—Nosotros, —contestó otro de sus compañeros, que había entrado a la casa, seguramente convocado por Alicia.
Brandon se juró empezar a cerrar con llave, y luego hizo un esfuerzo por recordar cómo se llamaba el hombre. Él le decía secretamente “el pelado”, pero pudo recordar su apellido, no sin esfuerzo.
-Hola, Coronado. Bienvenido. Pase nomás. —dijo Brandon, tratando sin éxito de no sonar irónico.
-Coronel. Claudio Coronel —corrigió el pelado. —“Nosotros”, venimos a ser nosotros: Alicia y yo. Y supongo que ahora vos sos el tercero, pibe.
—OK, Alicia y usted “detectan” estos dígitos, que se encuentran por ahí, y los ponen en el código. ¿Qué significan esos números?
—No sabemos. es lo que se llama un blob. Código binario que quedó “incrustado” en alguna parte de otro código. Nadie sabe qué hace, pero anda. Y por eso mismo nadie se atreve a tocarlo.
—¿Y ustedes sacan numeritos de los árboles de navidad y se mandan a editar el blob así, a pelo? ¿Sin testear nada? —Brandon se sorprendió al oírse preguntar tan agresivamente.
—No siempre. La última vez no fue un arbolito. Fue un velador —recordó Alicia. —Le cambiaban la bombita y seguía prendiendo y apagando sin parar. Hasta que nos dimos cuenta: prendido = 1, apagado = 0. Binario.
—¿Y se puede saber con qué objetivo hacen esto?
—Como poder, supongo que se podrá. Yo no lo sé —dijo Alicia. —Siempre se hizo así, desde los tiempos de Dorian.
Dorian Donnelly era un antiguo jefe del centro de cómputos, ya jubilado. Un pionero digital, algo así como un prócer, a quien Brandon ya había sentido nombrar dos o tres veces.
Ante el silencio de Alicia, Coronel tomó la posta de la exposición:
—Mirá pibe, vos no habías nacido, pero Stalin escribió hace muchos años que el capitalismo tiene crisis cíclicas, causadas por no se qué cuernos.
—¿Stalin? —preguntó extrañado Brandon.
—O Lenin. O Julio Verne. Uno de esos. Soy de exactas —se disculpó Coronel encogiéndose de hombros. —La cuestión es que esas crisis cíclicas son necesarias para que el capitalismo siga funcionando, ¿entendés? —dijo Coronel, moviendo los brazos como si jugara “Antón Pirulero”, y como si ese gesto aportara algo de claridad a su explicación.
—Ponéle —dijo Alicia. —La cuestión es que los cores bancarios, que se siguen usando pero que ya nadie entiende, son los causantes de esas crisis cíclicas, que de algún modo son imprescindibles. Esos pequeños eventos inesperados, tan necesarios para la salud de nuestros sistemas económicos, están en ese blob, que necesita evolucionar permanentemente. Es como cuando tu celular te pide que lo actualices, pero en versión COBOL. Cuando Dorian se jubiló, nosotros tomamos la posta… y seguramente te tocará a vos seguir estos pasos —concluyó, guiñando un ojo.
Coronel abundó en detalles:
—A veces patinamos. En 2008, se introdujo “001” donde debía ir “010”.
—“¿Se introdujo?” Vos introdujiste “001”- precisó Alicia.
—Como sea, la cuestión que dos días después surgió la crisis de las hipotecas —dijo Coronel enarcando las cejas. —Todos los gerentes corriendo como locos por varios meses, estuvo buenísimo —agregó entre carcajadas.
—Suficiente. Ahora entiendo la misión que nos toca —concluyó Brandon, poniéndose solemne.
Luces navideñas
Fuente, en Dominio Público.
—¿Anotamos? —propuso ella con entusiasmo.
Brandon fue a buscar una zapatilla con interruptor. Extendió las luces del arbolito en una larga fila. Luego, se ubicó en cuatro patas junto al enchufe, conectando y desconectando la alimentación eléctrica. El arbolito comenzó a entregar su mensaje luminoso. Cada vez que se encendía, Alicia y Coronel anotaban a la par, decodificando las 16 luces en un nuevo renglón de 32 ceros y unos. Al encender por novena vez la tira luminosa, el mensaje comenzó a repetirse, lo que les indicó que habían finalizado.
Inmediatamente, verificaron que sus anotaciones coincidieran.
No coincidían.
—El que está bien es el mío —dijo Alicia.
—Es al pedo, los años que trabajó con las tarjetas perforadas la hacen infalible. —concedió Coronel.
—¿Quieren que pasemos el mensaje de nuevo, por las dudas? —terció Brandon, todavía hincado junto al arbolito.
—No, no hace falta —dijo Alicia. —El lunes lo ingresamos al core. Y después nos vamos a tomar algo, ¿venís, Burgos?
—De una —respondió. —Que sí, que voy a ir —aclaró, por las dudas.
Apenas se retiraron las visitas, Brandon pedaleó a toda velocidad hasta la casa de su hermano Julián. Le relató los hechos con todo detalle, mientras él pelaba maníes y miraba un partido de la NBA.
—Entonces lo que vos no querés es quedar pegado con el cambio este del código. Te consigo un certificado para el lunes. Que se hagan cargo esos dos…
—¿Pero vos escuchaste lo que te conté? ¡Estos tipos están locos! Se creen que reciben mensajes de los marcianos, o de algún dios, o no sé qué… Arman desastres creyendo que cumplen una “mision secreta” —dibujó las comillas con los dedos.
—Qué querés que te diga hermano… ¿vos te creés que yo entiendo las causas de por qué hago lo que hago en mi sector? ¿Vos te creés que el gerente entiende por qué toma las decisiones que toma? Todos seguimos normas que están ahí, que nadie sabe de dónde salieron ni para qué son, que benefician o perjudican a quienes no lo merecen… Lo que me contás es casi una definición de lo que es el sistema financiero: reglas absurdas y un poco esotéricas, camufladas de matemática. Yo por lo menos me doy cuenta de que no entiendo. Cumplo, cobro el sueldo, y me rajo todos los días a las 17… Otros creen que entienden, esos son los peligrosos. Estos que te tocaron a vos por lo menos son locos lindos… qué sé yo.
—¿Es el tercer cuarto o ya termina? —preguntó Brandon con los ojos puestos en el televisor, mientras abría una lata de cerveza.
El telegrama de renuncia de Brandon Burgos, fechado al día siguiente, aducía causas particulares.
Arbolito y mainframe © 2025 by Juanse Marquez is licensed under CC BY-NC-SA 4.0
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